Un lamento común entre mis alumnos es
que muchas veces, cuando otras personas se enteran de que están estudiando
politología, la reacción típica es decirles algo como: “Ah… ¡Entonces tú estás estudiando para ladrón!”
El comentario resulta doblemente injusto,
primero porque politólogo no es lo mismo que político, así como un periodista
no es lo mismo que un periódico, ni un infectólogo es contagioso. Confundir politología
con política lamentablemente pone de relieve el bajísimo nivel cultural que caracteriza
a la sociedad venezolana contemporánea.
Segundo, aun en los casos en que
una persona es un estudioso o analista de la política, y al mismo tiempo un
activista o militante político, no hay razón para condenarle de inmediato, dejándose
llevar por prejuicios, estereotipos o generalizaciones discriminatorias. Por
desgracia, hace tiempo que en Venezuela la palabra “política” se ha asociado a
mentira, suciedad, bajeza y todo tipo de ideas negativas, incluyendo varias
obscenidades. Un estudio de Gladys Villarroel y sus colegas, disponible en la
revista Politeia, documenta en
detalle esa triste asociación de palabras, que en buena medida proviene de un
moralismo tan ingenuo como dañino.
Por supuesto, sería ingenuo afirmar
que todos los políticos son gente noble o bien intencionada, o que la
corrupción no es un problema muy serio y digno de atención. Pero también es
tonto incurrir en las exageraciones opuestas, que caen dentro de lo que se ha
dado en llamar la “antipolítica”, un clima de opinión bastante difundido en numerosos
países. Por ejemplo, según cierta frase que citaré de memoria: “Los políticos
son como los basureros. Siempre apestan, pero aún así son necesarios”.
Lo malo de ese tipo de opiniones o
actitudes es que en la práctica conduce a la idea de que cualquier persona más
o menos célebre, ya sea como locutor, cantante, militar, deportista o reina de
belleza, podría ser un buen presidente o presidenta justamente porque carece de
formación y experiencia política. Pero la mayoría de las veces los hechos
prueban lo contrario. Por muy difícil que pueda parecer, lo que corresponde es dejarse
de prejuicios y de ingenuidades para reivindicar el oficio político. A este respecto, valdría la pena recordar algunas
de las reflexiones que William J. Fulbright expresó hace años en relación a la
democracia estadounidense y a la importancia de las universidades para formar tanto
líderes ilustrados como ciudadanos conscientes.
¿Qué es un buen ciudadano? Es verdad que un buen
ciudadano debe ser capaz de ganarse la vida, pero eso es sólo el comienzo.
También debería saber apreciar la importancia de un buen gobierno. Debería ser
capaz de entender que toda clase de negocios o actividades, incluyendo la
literatura, el arte y todas las profesiones, sólo pueden prosperar si se cuenta
con un gobierno honesto, equitativo y estable que proteja esas actividades de
la opresión. Debería darse cuenta de que el gobierno afecta todas sus
actividades desde su nacimiento hasta su muerte. Debería entender que en esta
época no hay ningún modo de escapar del gobierno que se tenga.
Como algunos de nuestros servidores públicos han sido
delincuentes, muchos de nuestros ciudadanos han tirado la toalla y han
concluido que la política es un negocio marcado por la podredumbre con el cual no
quieren tener nada que ver. Desafortunadamente, para algunas personas la
palabra “política” se ha convertido en un sinónimo de corrupción absoluta. Si
esto se justificó alguna vez, fue por la indiferencia de nuestros ciudadanos y
es deber de todo ciudadano decente contribuir a que la palabra recupere su buen
nombre. Yo acostumbraba aconsejar a los mejores estudiantes de mis clases de
derecho que incursionaran en la política, y algunos de ellos se horrorizaban de
que yo quisiera verlos comprometidos en una actividad tan corrupta. Cualquiera
habría pensado que yo les había aconsejado convertirse en contrabandistas. Esa actitud,
que ha sido generada en gran parte por los padres y maestros, ha mantenido a muchas
de nuestras mejores mentes alejadas de la política. Muchos de nuestros
ciudadanos mayores han adoptado la creencia de que nada se puede hacer en
materia política. Esta visión derrotista es, en mi opinión, la más grande amenaza
a la preservación de nuestra forma democrática de gobierno. Yo estoy convencido
de que sí se puede hacer algo para mejorar la calidad de nuestra política.
Pero sería poco razonable esperar que de un día para otro
se rectifiquen los muchos defectos que pueda haber en nuestro sistema de
gobierno y que la sociedad ha acumulado desde hace mucho. De hecho, sería
peligroso hacerlo. Sólo aquellos cambios que han sido bien examinados e
impulsados con moderación resultarán duraderos. Las reformas súbitas devendrían
en reacciones violentas y revolucionarias.
¿Qué puede hacer la universidad para contribuir a mejorar
la calidad de nuestra vida política? Creo que enfatizando adecuadamente las materias
indicadas, y con el correr del tiempo, las universidades pueden hacer que los
estudiantes comprendan la importancia de un buen gobierno, que la política
puede ser la más honorable de todas las profesiones, y así inducir a los
mejores entre ellos a asumir la vida política como carrera. Nuestros esfuerzos
deberían estar encaminados hacia la satisfacción de la principal necesidad de nuestra
sociedad, que no es otra sino la de contar con estadistas sabios y capaces.
Estadistas que sólo pueden generarse mediante el concurso de ciudadanos
inteligentes, interesados y activos.
[…]
Tal vez sea cierto que sólo unos pocos serán intelectualmente
capaces de beneficiarse de tales estudios como para convertirse en líderes,
pero todos serán capaces de beneficiarse convirtiéndose en ciudadanos activos y
votantes perspicaces. Tal programa de estudios [destinado no sólo a responder
las necesidades del mercado de trabajo, sino también a enseñar la literatura
mundial, la historia económica y política de las grandes naciones, así como la
lógica y la filosofía], sin duda tenderá a dar a los estudiantes un sentido de
las proporciones, un sentido de los valores que le permitirá apreciar la
superioridad fundamental del sistema estadounidense, y lo capacitará para
seleccionar los mejores principios y los mejores hombres, más allá de la
confusión que generalmente caracteriza a las campañas políticas.
Las personas sin una adecuada formación de algún modo
parecen pensar que los políticos deberían ser perfectos. Estas personas tienden
a ser hipercríticas ante los defectos propios de cualquier ser humano común y
corriente. Así, cualquier pequeña infracción moral que sería rápidamente
olvidada en el caso de un empresario, se convierte en un asunto de marca mayor
en el caso de un político, siendo repudiado con gran indignación por el pueblo.
Esto representa una incapacidad para analizar las cosas adecuadamente, un falso
sentido de los valores. El bien público, no los hábitos personales del
individuo, sería lo primero a considerar. (Algunos de los grandes estadistas de
Inglaterra eran bebedores y mujeriegos, pero con sólo unos pocos barcos y una pequeña
y fría isla como punto de partida, guiaron a su nación a la cabeza del mundo). El estudiante con una adecuada preparación en
historia y en ciencia política puede reconocer los temas realmente importantes
en la vida política y en consecuencia ser un votante inteligente. Puede
distinguir lo que haya de falso en la propaganda o a los políticos que sean
unos farsantes. Puede distinguir entre lo significativo y lo insignificante.
[…]
El más fuerte impulso de casi todo ser humano normal es
contar con la aprobación de sus semejantes. Si esa aprobación se le concede a
los hombres de negocios, entonces nuestros ciudadanos más inteligentes
procurarán convertirse en hombres de negocios. Si la aprobación se le concede a
los políticos, entonces los mejores entre nosotros irán a la política. Nuestras
universidades deberían tratar de enseñar a todos nuestros jóvenes los
principios de nuestro sistema de gobierno, o de hecho, de todos los sistemas de
gobierno, y ellos hallarán por sí mismos cuál sistema es el mejor. A nuestros jóvenes
se les debería enseñar lo extremadamente difícil que es ser un buen político.
Se les debería enseñar a reconocer un buen político, y se les debería enseñar a
concederle el mayor de los respetos y honores a los buenos políticos. Esto,
creo yo, es lo primero que se le debería enseñar a todo estudiante y futuro
ciudadano. Con nuestro gobierno en manos de nuestros mejores ciudadanos, las
artes, las ciencias, los negocios y la religión sin duda alguna florecerán*.
En fin, para concluir este post, en
vísperas de unas elecciones cruciales para el destino de Venezuela, en las
cuales desafortunadamente no podré participar, sólo me queda desear que quienes
sí pueden votar lo hagan, y lo hagan del modo más inteligente y consciente posible.
Quienes me conocen saben bien cuál habría sido mi voto. Pero por estar este
blog vinculado a la revista Postconvencionales,
y a través de ella a la Escuela de Estudios Políticos y Administrativos de la
UCV, creo preferible abstenerme de manifestar aquí mi apoyo a uno de los bandos, haciendo
votos más bien por la reconciliación del país y por el progresivo desarrollo de
una mayor o más madura cultura política.
* Fragmentos de: W. J. Fulbright (1939). “La función social de la universidad”, [Discurso].
Original inglés disponible en: http://scipio.uark.edu/cdm4/item_viewer.php?CISOROOT=/Fulbright&CISOPTR=42&CISOBOX=1&REC=8
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