lunes, 4 de febrero de 2019

Andrés Eloy Blanco en el rescate de Julen



Hace algunos días, viendo las noticias en la televisión, de repente me pareció estar presenciando una entrevista a Andrés Eloy Blanco, ilustre hombre de letras y parlamentario venezolano, ahora convertido en ingeniero español, con todo y su casco. Claro, como el poeta murió antes de que se popularizara la televisión, solo un caso de reencarnación habría hecho posible tal entrevista.
Lo que pasó es que el ingeniero Ángel García Vidal declaraba a los medios como portavoz técnico de un enorme operativo, materializado con recursos públicos y privados, para rescatar a Julen, un nené malagueño de apenas dos añitos quien súbitamente cayó en un pozo abandonado, tan estrecho como insondable, mientras jugaba con sus primos. Dadas las circunstancias, las estimaciones del tiempo y esfuerzos que se requerirían para llegar hasta donde se presumía estaba el niño eran absolutamente desalentadoras: días enteros para traer maquinaria pesada por caminos rurales y así poder aplanar buena parte de la montaña; luego excavar uno o dos pozos paralelos; bajar por allí una jaula o especie de ascensor especialmente construído, con mineros expertos que se turnarían para excavar un túnel a mano, con claro riesgo para sus vidas...

Ya para el momento de esas declaraciones, doce largos días después del accidente, no hacía falta ser experto en nada para temer lo peor: suponiendo que por suerte el niño hubiese sobrevivido a la caída inicial, o que estuviese atorado en algún tramo del pozo... ¿por cuánto tiempo más podría resistir sin nada de agua, comida o abrigo, solito en medio de la más espantosa oscuridad? Explícita o implícitamente, en el ambiente ha tenido que flotar la ominosa interrogante: ¿tiene sentido todo ese esfuerzo, todo ese gasto, y poner más vidas en riesgo? Cualquier fría estimación, exclusivamente basada en hechos y números, seguramente habría concluido que solo un milagro, o más bien toda una seguidilla de milagros podría conducir a un desenlace feliz —que en efecto nunca llegó—. No obstante, ya que la experticia técnica no te quita ser padre o madre, García Vidal lo explicó todo de un modo tan conciso como sencillo: 

“Es como si Julen fuese el hijo de todos. ¿Si su hijo estuviese ahí iría a por él, no? Pues nosotros vamos a por él”. 

Son esas breves frases las que me han recordado un fragmento de “Los hijos infinitos”, de Andrés Eloy:

Cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños
que la calle se llena
y la plaza y el puente
y el mercado y la iglesia
y es nuestro cualquier niño cuando cruza la calle
y el coche lo atropella
y cuando se asoma al balcón
y cuando se arrima a la alberca;
y cuando un niño grita, no sabemos
si lo nuestro es el grito, o es el niño,
y si le sangran y se queja,
por el momento no sabríamos
si el ¡ay! es suyo o la sangre es nuestra.
Cuando se tiene un hijo, es nuestro el niño
que acompaña a la ciega
y las Meninas y la misma enana
y el Príncipe de Francia y su Princesa
y el que tiene San Antonio en los brazos
y el que tiene la Coromoto en las piernas.
Cuando se tiene un hijo, toda risa nos cala,
todo llanto nos crispa, venga de donde venga.
Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro
y el corazón afuera.

Busto de Andrés Eloy Blanco en el
Parque El Retiro de Madrid
Como bien se sabe, todas las comparaciones son odiosas. Pero aún así a veces son también necesarias. Mientras la tragedia de Julen mantenía en vilo al alma de España, demostrando dolorosamente lo mejor de este país, o la fortaleza de su tejido social y moral, en Venezuela Maduro y sus secuaces se dedicaban a apresar y torturar niños y niñas, o a extorsionar a sus padres, sin el más mínimo rastro de vergüenza o remordimiento... ¿Cómo podríamos los venezolanos dar un giro no solo político, sino también cultural, que nos aleje definitivamente de la degeneración a la que nos condujo el chavo-madurismo, para recuperar —y superar— el país solidario, amable y risueño que alguna vez fuimos? En 1936, al morir el dictador Juan Vicente Gómez, en Puerto Cabello se lanzaron al mar los grilletes con que se martirizaba a los presos políticos. En esa ocasión dijo Andrés Eloy: “Hemos echado al mar los grillos de los pies. Ahora vayamos a las escuelas a quitarle a nuestro pueblo los grillos de la cabeza, porque la ignorancia es el camino de la tiranía”.  

Lamentablemente, parece claro que nuestras escuelas no siempre han estado a la altura de ese desafío. En muchas de ellas, la educación moral y ciudadana no va más allá de la confección periódica de carteleras; y en otras, con genuina preocupación, se abusa sin embargo de los sermones o del “jarabe de lengua”, para ensalzar distinciones maniqueístas, como la de los valores versus los antivalores, que de bien poco sirven ante realidades sociales que cambian profunda y vertiginosamente. También suele suceder que los maestros reaccionen con exagerada rigurosidad ante infracciones triviales del reglamento, sobre todo las relacionadas con el uniforme o el aspecto personal, mientras se desentienden de asuntos mucho más graves, como los hurtos o el acoso dentro de la institución y en sus alrededores. Así los jóvenes pronto entienden que entre nosotros las normas en verdad no fueron hechas para ser tomadas en serio, sino tan solo para disimular, con una tenue fachada de orden y autoridad, lo que en realidad  
es un caótico caldo de cultivo para la viveza y la violencia.

Ojalá, dentro de los planes de reconstrucción del país que más temprano que tarde se emprenderán, no se olvide impulsar una adecuada educación moral y ciudadana —así como la ética profesional, a nivel universitario—. Eso exigiría, entre otras cosas, poner al día a nuestros docentes con los múltiples avances que se han dado a nivel internacional en esas esferas (mientras el chavo-madurismo se concentraba en la enseñanza del “orden cerrado” o instrucción premilitar como herramienta ideal para adoctinar y asegurar una obediencia ciega). De otro modo, es muy probable que la urgente educación de las conciencias se vea ahogada por la búsqueda de una competitividad académica puramente técnica o instrumental; o que sea confundida, como tradicionalmente ha pasado entre nosotros, con la educación religiosa o para la fe. Con esto de ningún modo quiero negar el valor de esas otras dimensiones, ni la posibilidad de que bien llevadas se complementen y refuercen mutuamente. Lo que intento subrayar es que la educación moral y ciudadana, o si se prefiere, una genuina educación para la democracia, tiene una especificidad e importancia que hasta ahora no hemos sabido reconocer. Y ya va siendo tiempo de que lo hagamos... ¿no les parece?       

4 comentarios:

  1. Apreciado amigo: Es necesario que las academias reclamemos con fuerza una dosis de sinceridad en nuestra dirigencia política latinoamericana,quienes postulan a la educación como una acción de gobierno prioritaria, pero solo en el discurso, porque en la gestión presupuestaria, otros intereses la superan.
    Por su parte la UNESCO informa que se requiere una gran cantidad de docentes en la región y paradógicamente, uno de los mayores obstáculos para mejorar la calidad de nuestra educación, lo constituye el nivel de formación de nuestros docentes y su reticencia a mejorar en el uso de las nuevas tecnologías de la información que potencian a la actividad docente.
    El camino es largo, retorcido y empedrado, pero creo que no hay alternativa, debemos seguirlo bajo el convencimiento que solo superaremos el nivel de vida en la región cuando la educación sea percibida como una verdadera prioridad, tanto por los políticos, como por la sociedad en general.

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  2. Rafael Daniel Campins4 de febrero de 2019, 20:47

    Yo observe y segui el hecho día tras día , y comparto tu visión y capacidad de narrativa.No cambiaría ni una coma.

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  3. Levy, excelente reflexión. Educación ética para y en democracia. Se necesita para la recuperación de la solidaridad y para re-tejernos socialmente como personas, familias y comunidades. Gracias por compartir.

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  4. Me pregunto si estamos dispuestos como sociedad a enfrentar esa lucha, que es más larga que la política. Temo tener poca esperanza al respecto

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