Implícitamente en mi
primer post, y explícitamente ahora, he querido expresar mi profundo
agradecimiento al Programa Fulbright, que al concederme una Beca de
Investigación hizo posible mi visita al Departamento de Psicología de la
Universidad de Notre Dame, y le ha brindado un invaluable respaldo a mis
esfuerzos de investigación y de divulgación en el área del desarrollo moral y
la educación moral.
El domo dorado |
Tal vez, además de dar
las gracias, debería también pedir disculpas al Programa, pues entre las
informaciones de bienvenida que éste proporciona se menciona que los
recipientes de becas Fulbright han merecido más de 40 premios Nobel, más de 70
premios Pulitzer, y otro sinfín de reconocimientos o posiciones destacadas,
incluyendo la Secretaría General de las Naciones Unidas... y la verdad es que
de momento me parece un pelito difícil emular semejantes logros. En mi descargo
o para mi consuelo, no estoy solo, pues a través de su historia el Programa ha
patrocinado los estudios o investigaciones de más de 300.000 personas
provenientes de más de 150 países.
Universidad de Notre Dame |
Personalmente, por lo
demás, supongo que lo que más debo agradecer a este espléndido Programa es el
hecho de que si bien el mismo es muy exigente, no sólo abarca las más diversas
disciplinas sino que también está abierto a estudiosos que como yo se acercan o
entraron ya en la tercera edad. Por supuesto, es comprensible que cualquier
programa de becas privilegie a los jóvenes, pues lógicamente son los que por
más tiempo prometen rendir la inversión realizada. Pero aunque sea a modo de
excepción, se debería considerar la posibilidad de que alguien ya entrado en
canas pueda igualmente justificar la inversión institucional. Creo que también
en este sentido, el Programa Fulbright tiene una amplitud de miras sencillamente
excepcional.
No obstante, al referirme
en el título de este post a la beca más productiva de la historia, no tenía en
mente exactamente a una beca Fulbright, sino a una beca Rhodes, que al serle
otorgada a un joven James William Fulbright (1905-1995), a la larga fue la que
inspiró el Programa que actualmente lleva el nombre del ilustre Senador,
como puede verse en el fragmento de un discurso suyo que ahora paso a
traducir.
La educación internacional y la esperanza de un mundo mejor[i]
Por J. William Fulbright
... Puede ser que la
conciencia de los peligros sin precedente de la era nuclear conduzca a las
grandes potencias a comportarse con una inusual prudencia, pero el riesgo por
sí solo rara vez o nunca ha bastado para inducir un inteligente autocontrol. La
sabiduría es el producto de la perspectiva más que del peligro, y estas a su
vez son productos de la educación. Volvemos, entonces, al poder y a la
importancia del aprendizaje como el crisol –el único crisol— en el que puede
dársele forma a una nueva clase de relaciones internacionales.
J.W. Fulbright |
Fue con tales ideas en
mente, aunque con la perspectiva propia de aquella época, hace veinte años, que
en 1946 se me ocurrió proponer un programa de intercambio educativo en el
Senado de los Estados Unidos. También influyó mi propia experiencia, pues tuve
la gran fortuna, siendo un joven, de que se me concediera una Beca Rhodes, la
cual me permitió pasar tres gratos años como estudiante en Oxford, a donde de
otro modo jamás habría soñado ir. De hecho, antes de ir a Oxford apenas si
había viajado más allá de mi estado natal, Arkansas. Fue de camino a Inglaterra
que visité Washington y Nueva York por primera vez. Los años que pasé en Oxford
me abrieron nuevos horizontes de aprendizaje por los cuales me he sentido
agradecido por el resto de mi vida.
Otra cosa que influyó
sobre mí fue lo que sucedió entre las naciones después de la Primera Guerra
Mundial. Todos recordamos las mezquinas controversias en cuanto al pago de
compensaciones y deudas de guerra que tanto envenenaron la atmósfera
internacional en los años veinte y que impidieron la reconciliación entre los
antiguos rivales. Se me ocurrió que la enorme cantidad de bienes que los
Estados Unidos tenían en el extranjero, en 1945, podían convertirse en el objeto
de otra miserable y tal vez fatídica controversia internacional a menos que le
diéramos un uso constructivo a tales bienes. Y me pareció que tras los estragos
de dos guerras mundiales no podríamos encontrar ningún uso más constructivo
para estos fondos que un programa educativo dirigido a forjar nuevos lazos de
comprensión internacional. Si tales lazos de comprensión hubiesen existido
antes, tal vez los dos grandes conflictos de nuestro siglo no habrían ocurrido.
Creía yo en 1946, y creo ahora, que el gradual ensanchamiento de la comprensión
internacional a través de la educación puede ser un factor importante, tal vez
un factor decisivo, en la prevención de una catástrofe global capaz de destruir
la civilización tal como la conocemos.
El programa de intercambio
educativo no nació de uno de esos “grandes debates” de los cuales el Senado de
los Estados Unidos tanto se enorgullece. El proyecto de ley era potencialmente
controversial y yo decidí no correr el riesgo de apelar abiertamente al
idealismo de mis colegas —por muy profundamente idealistas que puedan ser—. En
verdad, pensé que mientras menos atención se le diera al asunto más grandes
serían las posibilidades de victoria para el idealismo. Conseguí el apoyo de
algunos pocos de mis colegas de mayor trayectoria y el proyecto fue aprobado
por el Senado con una votación oral, prácticamente sin debate alguno. Un
Senador muy influyente me dijo algún tiempo después que él habría enterrado el
proyecto de inmediato si se hubiera percatado de su contenido. “No quiero que
nuestros impresionables jóvenes norteamericanos se contagien de ismos extranjeros”, me explicó.
Una de las
características más atractivas del proyecto de ley desde el punto de vista del
Congreso fue que no implicaba una apropiación de fondos obtenidos por vía de
impuestos. El programa de intercambio se inició con fondos proporcionados por
la venta de equipo y suministros de guerra sobrantes, que los ejércitos
norteamericanos habían dejado en distintos países al final de la Segunda Guerra
Mundial. Los fondos en monedas locales, que en cualquier caso no se podrían
haber convertido en aquella época, dada la escasez de dólares, fueron usados
para financiar los estudios de ciudadanos norteamericanos en los países donde
esos fondos se hallaban disponibles, así como para pagarle los gastos a los
académicos extranjeros que venían a visitar los Estados Unidos. El Presidente
Kennedy una vez se refirió a este programa de intercambio como “el ejemplo por
excelencia, en los tiempos modernos, de fundir espadas para convertirlas en
arados”.
[i] Fragmento de: J.W. Fulbright (1967). “International Education and the Hope for a
Better World”. J. William Fulbright
Papers, University of Arkansas Libraries, pp. 27-30. Disponible en:
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