A propósito de “Ciudades de vida y muerte”
Con todo el orgullo que cabe, puesto que colaboré en el
esfuerzo, celebro (con cierto retardo) la publicación del libro Ciudades de vida y muerte. La ciudad y el
pacto social para la contención de la violencia[1],
coordinado por Roberto Briceño-León y el equipo del Laboratorio de Ciencias
Sociales, LACSO. Se trata de un primer volumen cualitativo, con múltiples
estudios de caso, al que en el futuro le seguirá un volumen cuantitativo.
Ahora bien,
como la extensión propia de un blog no da para largas reseñas, lo que haré poco
a poco, en esta y en próximas entradas, será ir recogiendo uno que otro
fragmento o dato ilustrativo, de los muchos casos y subtemas que contiene el
libro. En esta oportunidad, destacaré tan solo una de las ideas que sirve de
eje al libro: que la “institucionalidad” es una variable interviniente en la
relación entre la pobreza y la violencia.
Tal como lo
explica Briceño-León[2],
la hipótesis que ha predominado en los estudios de la violencia en América
Latina y algunas otras regiones afirma que hay una estrecha relación entre la
pobreza y la violencia, así como entre la desigualdad y la violencia. Ahora
bien, sucede que en Venezuela, durante la última época de bonanza petrolera,
hubo cierto alivio tanto de la pobreza como de la desigualdad. Sin embargo,
durante esos mismos años el número de homicidios aumentó sostenidamente... ¿Cómo
se explica entonces esa aparente anomalía? Lo que sucede, sostiene Roberto, es
que se está olvidando una variable en extremo importante: la institucionalidad,
entendida en este contexto del mismo modo en que lo hacen la sociología y la
economía, como el entramado de normas que regulan las relaciones sociales, o para
decirlo en tres palabras, las “reglas del juego”.
“La institucionalidad es una suerte de filtro que hay entre la pobreza y
la violencia, por eso, en idénticas condiciones de pobreza y exclusión, unos
individuos pasan al acto violento y al delito, y otros no. La institucionalidad
es la variable latente que modula la relación entre las variables
independientes y la dependiente”[3].
Al igual
que los demás investigadores que colaboraron con el libro, estoy plenamente de
acuerdo con esa idea, que las evidencias también sustentan. Sin pretender negar
en ningún momento el dramático peso de la pobreza, muchísimo depende de la
forma en que se entienda o construya el sentido de las normas. Considerémos,
por ejemplo, las palabras de “Jorge”, un veterano delincuente cuya historia de
vida fue recogida hace algunos años por la Profesora Marisela Expósito:
“Y el homicidio, eso también es parte del juego, porque suponte que es
contigo, es decir, tú tienes lo que yo quiero y yo te canto ‘dámelo que tú lo
tienes’, y bueno, la persona se pone Popi y tal y te resistes [...] si no queda
más remedio y te resistes ¡pues no tengo otra que detonarte!, porque yo debo
conseguí lo que quiero ¡así te tenga que rompé en dos! [...] a mí no me puede
doler dejáte pegá si te opones, porque al final yo estoy haciendo mi oficio, mi
trabajo y debo cobrá por eso, debo vivir de eso ¿ves?”[4]
Por
supuesto, el punto es que entre las muy diversas maneras en que los actores
sociales pueden asumir las “reglas del juego”, no todas son igualmente válidas
o respetables. Hay maneras considerablemente inmaduras, primitivas o bestiales,
como la de “Jorge”, y hay otras claramente más maduras o evolucionadas.
Distinguir entre unas y otras puede resultar más complejo de lo que parece a
simple vista, pero creo que el acervo acumulado por la psicología moral
contemporánea resulta sumamente útil para ello. Al menos eso fue lo que intenté
demostrar en mi principal contribución al volumen, titulada “Un estado capturado por la
moralidad preconvencional”[5].
Pero como ya lo mencioné, el libro tiene muchos otros temas o subtemas dignos
de ser considerados y discutidos con detenimiento[6].
En mi nombre y en el de mis colegas, les invito cordialmente a leerlo.