Hace algunos días, viendo las noticias en la televisión, de
repente me pareció estar presenciando una entrevista a Andrés Eloy Blanco,
ilustre hombre de letras y parlamentario venezolano, ahora convertido en ingeniero
español, con todo y su casco. Claro, como el poeta murió antes de que se
popularizara la televisión, solo un caso de reencarnación habría hecho posible
tal entrevista.
Lo que pasó es que el ingeniero Ángel García Vidal declaraba
a los medios como portavoz técnico de un enorme operativo, materializado con
recursos públicos y privados, para rescatar a Julen, un nené malagueño de
apenas dos añitos quien súbitamente cayó en un pozo abandonado, tan estrecho
como insondable, mientras jugaba con sus primos. Dadas las circunstancias, las
estimaciones del tiempo y esfuerzos que se requerirían para llegar hasta donde
se presumía estaba el niño eran absolutamente desalentadoras: días enteros para
traer maquinaria pesada por caminos rurales y así poder aplanar buena parte de
la montaña; luego excavar uno o dos pozos paralelos; bajar por allí una jaula o
especie de ascensor especialmente construído, con mineros expertos que se
turnarían para excavar un túnel a mano, con claro riesgo para sus vidas...
Ya para el momento de esas declaraciones, doce largos días
después del accidente, no hacía falta ser experto en nada para temer lo peor:
suponiendo que por suerte el niño hubiese sobrevivido a la caída inicial, o que
estuviese atorado en algún tramo del pozo... ¿por cuánto tiempo más podría
resistir sin nada de agua, comida o abrigo, solito en medio de la más espantosa
oscuridad? Explícita o implícitamente, en el ambiente ha tenido que flotar la
ominosa interrogante: ¿tiene sentido todo ese esfuerzo, todo ese gasto, y poner
más vidas en riesgo? Cualquier fría estimación, exclusivamente basada en hechos
y números, seguramente habría concluido que solo un milagro, o más bien toda
una seguidilla de milagros podría conducir a un desenlace feliz —que en efecto nunca
llegó—. No obstante, ya que la experticia técnica no te quita ser padre o madre,
García Vidal lo explicó todo de un modo tan conciso como sencillo:
“Es como si
Julen fuese el hijo de todos. ¿Si su hijo estuviese ahí iría a por él, no? Pues
nosotros vamos a por él”.
Son esas breves frases las que me han recordado un fragmento
de “Los hijos infinitos”, de Andrés Eloy:
Cuando se tiene un
hijo, se tienen tantos niños
que la calle se
llena
y la plaza y el
puente
y el mercado y la iglesia
y es nuestro
cualquier niño cuando cruza la calle
y el coche lo
atropella
y cuando se asoma
al balcón
y cuando se arrima
a la alberca;
y cuando un niño
grita, no sabemos
si lo nuestro es el
grito, o es el niño,
y si le sangran y
se queja,
por el momento no
sabríamos
si el ¡ay! es suyo
o la sangre es nuestra.
Cuando se tiene un
hijo, es nuestro el niño
que acompaña a la
ciega
y las Meninas y la
misma enana
y el Príncipe de
Francia y su Princesa
y el que tiene San
Antonio en los brazos
y el que tiene la
Coromoto en las piernas.
Cuando se tiene un
hijo, toda risa nos cala,
todo llanto nos
crispa, venga de donde venga.
Cuando se tiene un
hijo, se tiene el mundo adentro
y el corazón
afuera.
Busto de Andrés Eloy Blanco en el Parque El Retiro de Madrid |
Como bien se sabe, todas
las comparaciones son odiosas. Pero aún así a veces son también necesarias.
Mientras la tragedia de Julen mantenía en vilo al alma de España, demostrando
dolorosamente lo mejor de este país, o la fortaleza de su tejido social y moral,
en Venezuela Maduro y sus secuaces se dedicaban a apresar y torturar niños y
niñas, o a extorsionar a sus padres, sin el más mínimo rastro de vergüenza o
remordimiento... ¿Cómo podríamos los venezolanos dar un giro no solo político,
sino también cultural, que nos aleje definitivamente de la degeneración a la
que nos condujo el chavo-madurismo, para recuperar —y superar— el país solidario,
amable y risueño que alguna vez fuimos? En 1936, al morir el dictador Juan
Vicente Gómez, en Puerto Cabello se lanzaron al mar los grilletes con que se
martirizaba a los presos políticos. En esa ocasión dijo Andrés Eloy: “Hemos
echado al mar los grillos de los pies. Ahora vayamos a las escuelas a quitarle
a nuestro pueblo los grillos de la cabeza, porque la ignorancia es el camino de
la tiranía”.
Lamentablemente,
parece claro que nuestras escuelas no siempre han estado a la altura de ese
desafío. En muchas de ellas, la educación moral y ciudadana no va más allá de
la confección periódica de carteleras; y en otras, con genuina preocupación, se
abusa sin embargo de los sermones o del “jarabe de lengua”, para ensalzar distinciones
maniqueístas, como la de los valores versus los antivalores, que de bien poco
sirven ante realidades sociales que cambian profunda y vertiginosamente. También
suele suceder que los maestros reaccionen con exagerada rigurosidad ante infracciones
triviales del reglamento, sobre todo las relacionadas con el uniforme o el
aspecto personal, mientras se desentienden de asuntos mucho más graves, como los
hurtos o el acoso dentro de la institución y en sus alrededores. Así los
jóvenes pronto entienden que entre nosotros las normas en verdad no fueron
hechas para ser tomadas en serio, sino tan solo para disimular, con una tenue fachada
de orden y autoridad, lo que en realidad
es un caótico caldo de cultivo para
la viveza y la violencia.
Ojalá, dentro de
los planes de reconstrucción del país que más temprano que tarde se emprenderán,
no se olvide impulsar una adecuada educación moral y ciudadana —así como la
ética profesional, a nivel universitario—. Eso exigiría, entre otras cosas,
poner al día a nuestros docentes con los múltiples avances que se han dado a
nivel internacional en esas esferas (mientras el chavo-madurismo se concentraba
en la enseñanza del “orden cerrado” o instrucción premilitar como herramienta ideal para adoctinar y asegurar una obediencia ciega). De otro modo, es muy
probable que la urgente educación de las conciencias se vea ahogada por la
búsqueda de una competitividad académica puramente técnica o instrumental; o que
sea confundida, como tradicionalmente ha pasado entre nosotros, con la educación
religiosa o para la fe. Con esto de ningún modo quiero negar el valor de esas otras
dimensiones, ni la posibilidad de que bien llevadas se complementen y refuercen
mutuamente. Lo que intento subrayar es que la educación moral y ciudadana, o si
se prefiere, una genuina educación para la democracia, tiene una especificidad
e importancia que hasta ahora no hemos sabido reconocer. Y ya va siendo tiempo
de que lo hagamos... ¿no les parece?